Posts etiquetados ‘microrrelato’

Cuando la bella durmiente despertó se dio cuenta de que no despertó por el beso de un principe sino por el pinchazo envenenado que recibió de él mismo y no de la bruja como popularmente se ha venido diciendo para salvar el honor de los principes, de cuyo prestigio depende en buena medida la estabilidad de todo reino. Decía pues que la bella durmiente despertó y cuando el sopor y el aletargamiento de un sueño plácido pero irreal y suspendido fragilmente en una burbuja rosa terminó, ella notó que el sapo seguiría siendo un sapo, en el mejor de los casos, y que el sueño profundo producto de besarlo era un montaje barato, casi como un teatro de marionetas cuyos hilos eran halados por quién sabe qué maligna mano. La bella siempre sospechó algo de la falsedad de la escenografía pintada con acuarela pero la fantasía era grata y cómoda. Sin embargo como sucede en este tipo de cuentos la historia debe girar hacia un desenlace más positivo que la ilusión de estar viviendo «feliz por siempre» así que a diferencia de otros cuentos más convencionales el pinchazo envenenado le trajo a la bella vida y consciencia a diferencia del beso del sapo que fue como una droga placentera pero de corta duración y de desagradables secuelas. Esto se debe quizás a que no fue «un beso de amor verdadero» pero la verdad ¿quién entiende de sapos y sus besos, de sus razones y sentimientos? El asunto es que bella pudo al fin andar de nuevo por el bosque, no tan colorido como el del sueño pero con un ároma a madera y a tierra mojada que le fascinaba. Podía volver a reir de verdad y llorar con el alma. Podía soñar que soñaba y decir esto es sueño, esto no lo es. Y cantar, cantar gozar con el canto del juglar y sus historias fantásticas de dragones y de bestias, de guerras y batallas, de los reinos perdidos para siempre, de los amantes separados reunidos después de la muerte. Y quizás hasta puede ser que un día escuche su propia historia, que es ésta, cantada por el juglar. Y quizás hasta se enamore de él, ni principe ni sapo, caballero o bandido y sin ningún hechizo más que el de su propia voz.

Él recorrió el silencio de su enorme casona abandonada y fría como él. Miró la nota arrugada que ella le dejó y que decía: “me voy porque es tiempo”. Sólido argumento. Nada más qué agregar.

Ella fue un relámpago: unos segundos de luz, luego el estruendo; y la tormenta incansable que siempre estuvo ahí.

Hoy la recuerda salir de la alcoba sigilosa y garabatear algo descuidadamente en un papel. Recuerda su turbación al notar que él la mira consternado. Ella le extiende la nota. Él no lee pues la leyó en sus ojos. Ella se marcha; el tiempo se detiene.

Y la bella confidente, a quien el decir popular señala como mi Dulcinea, no quiso oír ya las quejas del corazón doliente de su poeta…
Juan José Arreola

Son diez largos años ya los que he pasado aquí. Poco ha cambiado. Las tardes aún tienen ese aroma que tiene un dejo amargo, un sabor a la más pura melancolía. Hace diez años estaba lleno de anhelos, hoy estoy lleno de añoranzas. En verdad poco ha cambiado. Ya no acostumbro dar esas largas caminatas que apaciguaban el dolor con cada paso, con cada bocanada y con cada ojeada al porvenir. Hoy prefiero oler la tarde mojada desde mi ventana mirando las colinas incendiarse y recordar con nostalgia lo que antes quise, luego tuve y ahora evoco. La vida es muy similar a la de entonces, aunque parezca tan distinta. Estaba sólo entonces, no tengo a nadie ahora. Lo que pasó en el medio de este tiempo es el punto a donde viajaban mis sueños ayer, mis memorias hoy.
No sin desprecio miro adelante y la densa niebla de lo desconocido me desalienta. Como la mayoría de los hombres, no temo a la muerte, sino a no saber cuándo la miraré a los ojos. Intento volver sobre mis pasos y hallar los signos que me definieron, que me caracterizaron y trazaron mi silueta, delineando mi personalidad. Es inútil.
Mentiría si dijera que no hay espíritus que me acompañan en las húmedas e insoportablemente calurosas noches de verano, en las que la única constante es el insomnio. Almas ilustres que recorrieron mil veces el mismo sendero que yo, caminan a mi lado. No es que no conozcan el camino de memoria, o que ignoren el oscuro mar de hipocondría en el que desemboca este río de indiferencia. Simplemente no quieren arruinar el viaje describiéndome el destino final. O acaso disfrutan recorrerlo cada vez sin importar la identidad del incauto que sin más los sigue, alentado por la inmortalidad de sus maestros, anhelando un día ser seguido por otro ingenuo soñador amante de las letras.
Incauto. Eso es lo que soy. Quise entregarme al arte y nada me detuvo hasta envolverme en la gruesa cortina de un telón, roja y brillante como la sangre fresca. El terciopelo era cálido ¡y tan grueso! Más que un suave refugio se volvió impenetrable muralla, agradable escondite contra lo vano y superfluo, morada de los más excelsos sentimientos, los más elevados pensamientos. Inútiles ambos, ya que carecían de un cauce que no fuera tu voz, tu aprobación.
Fui incauto porque no preví el costo de grabar mis iniciales en las paredes del templo de mármol, en la ciudad imperecedera del tiempo. Sacrifiqué sentir el calor abrasante del fuego por conocer la mejor manera de describir sus danzantes llamas. Agudicé mis sentidos a costa perder la capacidad de sentir con el corazón. Me volví hipersensitivo. Me volví insensible. Insensato… lo he sido siempre.
Y ahora recuerdo tantas palabras vueltas poesía, unas escritas, otras vibrando en el aire buscando llegar a ti. Tantos signos transformaron los blancos lienzos en tenues melodías. Imágenes en blanco, negro y rojo todas ellas. La depresión que aún no tenía motivo de ser se había vuelto ya el sitio común donde mis ideas se materializaban, y se volvían audibles. Cada elemento de mis obras, que sin el menor asomo de humildad llamé de arte, tenía su razón de ser en ti… su existencia dependía de encontrar en tu corazón su destino final.
Hoy flotan en el limbo, sin control ni rumbo, cientos de bocetos mutilados, sinfonías inconclusas, palabras silentes pero con un eco que resuena, como si hubieran sido enunciadas una vez y ahora solo persistieran huérfanas, ignorantes de su origen…
Palabras de rimbombante sonoridad bailan una alucinante danza, tan vertiginosa como carente de sentido. Y es aquí donde se comprueba. La pintura, la música, las letras… no tienen razón de ser. Existen en la medida que alcanzan a vibrar en los sentidos de alguien más (tú) y ahora al resonar solo en algún oscuro rincón de mi alma aturdida y confundida, parecen jamás haber sido soñadas al menos.
Diez largos años. Interminables horas lejos de los demás, cerca de tu corazón ardiente que por amarme era distinto a todos.

 

Pues ahí nos tienes, el chaparro, nuestro primo Carlos y yo cerveceando en el balcón de la casa de la tía Martha. Solo disfrutando de la brisa de la tarde y de una buena cerveza y cigarros. Braulio pasó por la acera de enfrente y lo convencimos de subir. Y así estuvimos hasta que nos corrieron. La tía Martha, mamá de Carlos, llegó y nos regañó como si tuviéramos 5 años. Ni modo a buscar refugio para seguir pisteando. Nos trepamos a una camioneta y al ritmo de unas cumbias norteñas nos fuimos a dar vueltas y vueltas. Carlos, que tiene 18 años, estaba contándonos sus experiencias con cocaína.
-Sí cabrón se siente bien pocamadre, sobretodo si es de noche. Como que te activa el nightshot. Se ve todo bien clarito aunque esté oscuro.
Yo, que estaba sacando una bocanada de humo de mis cigarros sin filtro, casi me ahogo por la risa.
Después de un rato, alguien sugirió que fuéramos a la plaza del pueblo y ahí nos plantáramos a seguir bebiendo sin el menor asomo de pudor.
El chaparro contestó:
-¿Cómo crees cabrón? No inventes.
-¿Qué tiene? Más quemados no podemos estar en el pueblo. El veinticinco de diciembre nos amaneció tirados junto al nacimiento que ponen frente a la iglesia – replicó Carlos
Mientras decidíamos esto nos dimos cuenta de que era hora de dejar la camioneta en la pensión a expensas de que se quedaría fuera si no lo hacíamos. Así que fuimos y le dimos una cerveza al anciano que nos abrió el portón y que se llama Don Felipe. En agradecimiento nos dio la llave para que saliéramos a la hora que quisiéramos.

Es increíble la cantidad de cerveza que cabe en esa camioneta. Pero lo es más la cantidad que nos cabía a nosotros. De la nada y como siempre que andábamos en esa camioneta la providencia nos proveía de los implementos necesarios para la parranda. Después de haber escuchado unas cincuenta veces el disco de cumbias, el chaparro sacó una guitarra. Desafinada y sin la primera cuerda, aún así convencimos a Carlos de tocar alguna canción de tiempos de nuestros padres. Cantó algo de Camilo Sesto y de Leonardo Favio, pero eran tales sus bramidos que no tardó en aparecer una anciana -hermana de Felipe el señor que nos abrió el portón- y nos preguntó si ya le habíamos pedido permiso a su mamá para estar ahí.
-¿A su mamá?- pensé sobresaltado, -¿esa señora tiene mamá?
Total que nos corrieron de nuevo y ahí vamos a recorrer las calles vacías, a pié ahora. Después fue como si todos tuviéramos la misma idea simultáneamente: ¡Los tacos del morongas! Refugio ideal de borrachos, el lugar estaba abierto hasta el amanecer y se podía consumir cualquier cantidad de licor o cerveza siempre y cuando te comieras al menos un taco.
Alrededor de las cuatro treinta de la mañana estábamos frente a nuestra respectiva cerveza en envase de un litro y cuarto y un plato de tacos. Veíamos con risitas ahogadas a Braulio comerse su taco así en slow motion con los ojos casi completamente cerrados y sin soltar la cerveza en su mano izquierda. Como los bebés cuando se están quedando dormidos en su sillita frente a la papilla. Sí, parecía un bebé súper desarrollado… y ebrio.
Caminamos juntos al salir de los tacos para dejar a Braulio y a Carlos en sus casas, asegurarnos de que entraran y escaparnos antes de que salieran sus padres.
Al salir de los tacos, y durante todo el trayecto una lluvia ligera pero persistente nos asedió dejándonos ensopados en las primeras dos calles. Yo sentí feo de ver a Braulio temblando como poseído con los ojos apenas abiertos y frotándose las manos. Le pasé mi chamarra sobre los hombros pero él metió los brazos en las mangas e incluso la abotonó. De regreso, el chaparro y yo caminamos tranquilamente alrededor de veinte minutos hasta llegar a casa. Yo, aún con un cigarro en la boca, empecé a meter las manos en los bolsillos de mi pantalón hurgando desesperadamente. El chaparro me miraba con curiosidad y después con buen humor anticipándose a lo que pasaría. Llegó a mi mente la imagen de Braulio con mi chamarra y mis llaves de la casa bien guardadas en el bolsillo derecho.
-¡Carajo, las llaves se me quedaron en la chamarra que le presté al wey ese!
-Eres bien pendejo -dijo el chaparro riendo.
Resignados nos sentamos en la acera afuera de mi casa. Le ofrecí un cigarro al chaparro. Lo declinó con un movimiento de la cabeza. Consulté el reloj. Veinte minutos antes de las seis de la mañana. En poco más de media hora mi padre abriría la tienda de productos agrícolas y saldría a barrer el lugar que nos servía de asiento ahora. Así se perdió la oportunidad de deslizarnos a hurtadillas a nuestras camitas y nos quedamos ahí esperando a mi padre con su inevitable sermón matutino y las burlas de mis hermanas.

 

Ella deseaba ponerlo en papel. Deseaba expresarlo con palabras. Quería transformar las sensaciones que electrificaban su piel en arbitrarios signos de un arbitrario lenguaje. Sabía que sería todo un reto; no es fácil atrapar ese cosquilleo que sentía en las piernas, el calor intenso en su pecho y describirlo con las mismas letras de un idioma que usaba a diario al saludar a la gente, al tomar un taxi o al comer en un restaurante en San Juan. Le parecía que perdía todo su valor, toda la emoción al pensarlo siquiera. Porque nuestro pensamiento se rige por palabras, signos y símbolos. Asociaciones de ideas ligadas a sonidos o a manchas en un papel que para alguien más del otro lado del mundo puede no significar nada en absoluto. Y por pura casualidad el conjunto de normas que reglamentaban el pensamiento de esta bella poetisa pertenecían al idioma que llaman español.
Al final, sus ganas de compartir la sensualidad de que era presa fueron más fuertes y se decidió a exaltar el significado del deseo que sentía poniéndolo en palabras. Palabras del español, pues era su lengua, pero sin un asomo de cotidianeidad en lo absoluto. La experiencia que quería plasmar era común a toda la humanidad. Y al mismo tiempo única.
Así que tomó un trozo de papel y apoyada en su memoria relató vívidamente su entrega. Seducción se llamaría. A medida de que coloreaba las escenas con las palabras apretaba las piernas reviviendo el deseo con la sola imagen en su mente. Su mano delicada dibujaba suaves trazos en el papel, que sería pronto una hermosa poesía a través de la cual quien se topara con ella pudiese recordar a la mujer amada “navegando en su secreto, sembrándole de noche”. La pasión era algo casi tangible, casi podía verse fluyendo de su mano al papel. Pareciera un líquido rojo escarlata que se desliza como la sangre que acelera su paso al presentir pronto la culminación del deseo, encendiendo las mejillas, exaltando el carmesí de los labios. El papel estaba un poco arrugado ahora.
El poema tenía su propio ritmo, que se hacia agitado al tiempo que aumentaba la pasión de lo acontecido. Se agitaba y de ser posible se diría que parecía ejecutar los mismos movimientos acoplados que describía. Cómo no relacionarlo con los encuentros con mi propia amante, si el mismo poema tiene un fin igual a nuestros apasionados forcejeos en la habitación: un estallido de éxtasis seguido de la ternura.

Lo que más me molesta es no saber cuándo fallecí. Hace un tiempo estuve vivo, estoy casi seguro de ello. Ahora soy un espíritu, un fantasma o algún tipo de energía ectoplásmica. En realidad ni siquiera estoy seguro de lo que soy ahora. Lo que si sé es que nadie puede verme. Este fue uno de los primeros indicios de que algo extraño me había ocurrido. Cuando estaba entre los vivos, ¿hace cuánto habrá sido? no me distinguí por mi notoriedad entre la gente. Sin embargo un buen día – ¿buen día?- descubrí que había dejado de ser un cuerpo opaco y me había vuelto incapaz de reflejar la luz que viaja incesante iluminando los objetos y mostrándolos hermosos u horribles ante la mirada y el juicio de cada ojo espectador. Transparente, por así decirlo, o mejor: invisible me había tornado. Pensé sin embargo, que ser invisible no necesariamente significa estar muerto. Aún así me encontré desesperado al notar mis palabras inaudibles y mis acciones que parecían no tener repercusión alguna en el mundo físico. Eso, aunado al hecho de repetir incansablemente el mismo día, al de encontrarme recorriendo siempre la misma calle y dirigiéndome al mismo lugar me esclarecieron un poco mi situación sobrenatural.
Mis sentidos me engañaban algunas veces emulando en mi mente el olor amargo del licor, la pesadez de los párpados, el cansancio en los pies. Incluso algunas veces juraría que me sentía adormecido por el vino que todavía creía degustar. Con la curiosidad que siempre me caracterizó y posteriormente con un travieso sentido del morbo, me dediqué a observar a la gente. Los parroquianos en las tabernas representaban mi mayor fuente de distracción, pues pocas hay para los invisibles como yo. Sentado al final de la barra, les dirigía miradas atentas y ponía el mayor interés en sus mundanas conversaciones. Pero más hermoso aún era contemplar el semblante tranquilo y confidente de mi bien amada, mi Beatriz, mi Leonor, mi Helena. Es hermoso mirar a la persona amada sin que se percate de ello, verla actuar de modo natural, casi instintivo. Parecía no verse afectada por mi repentina desaparición, tanto que a ratos sospechaba sobre su participación en tan misterioso crimen. Porque estoy seguro que un crimen es lo que se esconde tras el enigma de mi situación actual.
Algunas veces en el gris transcurrir de los días me encontraba con un joven que no solo podía verme, sino que entablaba largas conversaciones conmigo. Este chico tenía un extraño toque que me era muy familiar, pero las telarañas del olvido me invadían completamente, así que me fue imposible atinar a quién pertenecía ese semblante distraído e introspectivo. Me miraba al hablar con ojos cuya expresión era tan ausente que parecía hablar consigo mismo. Algunas veces mirábamos juntos el paradero de autobuses, las oficinas de gobierno o la plaza repleta de gente ocupada en sus asuntos, ya corriendo para refugiarse de la lluvia, ya comprando algodón de azúcar. El chico hablaba del futuro como de un evento pasado. Eso me hizo pensar que muy probablemente me encontraba frente a un alma estancada como yo. Por mi parte, no dejaba de notar cierto aire de reproche en sus palabras. El único sentir que descubrí en aquella mirada lejana fue una especie de ira impotente encauzada toda hacia mi persona. Por alguna razón, este hombrecito descargaba su frustración en mí, cosa que yo atribuí al hecho de no haber nadie más por ahí con quien pudiéramos tener contacto. Sin embargo, conforme más nos conocíamos, o tal vez sería más exacto decir nos reconocíamos, sus reproches crecían en agresividad y violencia. ¡El iluso joven parecía convencido de que yo le asesiné! Tan ácidos se hacían sus comentarios que llegué a creer yo mismo en sus palabras y pasé noches enteras con el remordimiento de un homicidio carcomiendo lo poco que me quedaba de corazón. Y lo peor era la maldita amnesia que me imposibilitaba recordar la muerte de este muchacho, mi vida y mi propia muerte.
Pasado algún tiempo, imposible discernir cuánto, caminando un día por el viejo corredor de los tulipanes, me encontré con otro personaje que estaba consciente de mi existencia. Era un hombre maduro, con una pinta que me pareció en primera instancia de pintor. Su rostro denotaba cansancio, pero no el cansancio que deja la edad sino un cansancio mucho más abrumador y triste. El cansancio resultado de hacer lo mismo una y otra vez sin parar. Tal vez pintaba un retrato durante años para después destruirlo, montar un caballete con un nuevo lienzo blanco y comenzar de nuevo. Quizá buscaba la perfección de un rostro sabiendo que su obra jamás le satisfaría. No pude confirmar su identidad pero su mirar denotaba una facilidad tremenda de análisis. En cambio, su actitud era bastante inmadura, hasta pueril podría decirse. Hablaba de sus obras con grandilocuencia y erudición, pero con palabras cuyo significado parecía haber olvidado hace tiempo. Era su discurso un soliloquio aprendido de memoria y recitado sin inflexión alguna en su voz. Nunca confirmé si en realidad se trataba de un artista plástico, lo mismo podría haber sido un músico, o un dramaturgo. Se refería a todo su arte como “sus obras” y era materialmente imposible acceder a ellas, por eso sería difícil adivinar a qué arte se consagraba. Todo esto contrastaba con la frialdad del muchacho triste y rencoroso. El artista se ignoraba muerto, olvidado y desconocido mientras que aquel chico parecía ser quien mejor entendía nuestra situación. El artista conocía al muchacho y hasta me inquiría por él, a veces irónico, a veces sinceramente interesado.
Era obvio que ambos se conocían de tiempo, lo cual no me extrañó mucho siendo los únicos seres con quienes parecía compartir esa especie de limbo. Lo que si causó cierta extrañeza en mí fue el descubrir qué tanto me conocían ellos. Lo denotaban al mirarme de reojo mientras enunciaban frases con que definí momentos cruciales de mi paso por el mundo. No es necesario recalcar que también me parecía conocer de algún lado a ese viejo con facha de pintor.
Conforme pasaban incontables los días, fui recordando poco a poco en qué consistió mi vida. El interés en este par de personajes me ayudó a recordar un poco al tratar de averiguar por qué sabían tanto de mí. Además mientras más dirigía mi atención a observar a mi musa, más comunes se volvían los lapsos en que recodaba; algunas veces imágenes aisladas, la sensación de un beso, la estrechez de su cuerpo o la dulzura de su voz. Otras veces la furia en sus ojos con que me fulminaba por razones que aún no vuelven a mi memoria, o su voz quebrada al llorar mientras miraba incrédula como nos lastimábamos amándonos tanto.
Cada vez estaba más seguro de que todo eso tenía relación con mi muerte, desaparición, transmutación o lo que sea que me haya pasado. Como mencioné antes, a veces me traicionaba la sensación de seguir vivo y casi podía sentir escalofríos al recordar algo que mi corazón relacionaba directamente con el fin de mi vida. Sentía algo muy parecido a un fuerte dolor en la boca del estómago, un sudor frío por la espalda y un gusto amargo y bilioso en la boca. Y todo estaba inescrutablemente ligado a una noche, una reunión, unos tragos. ¡Maldición! ¿Qué había pasado?

******************************************************

En cierta ocasión me encontraba escuchando las interminables exaltaciones del pintor hacia su propia obra, cuando súbitamente apareció el joven de la misteriosa mirada. Después de tanto tiempo era la primera vez que los veía juntos a pesar de las reiteradas alusiones de uno al otro. Esto me pareció todo un acontecimiento ¡y ni siquiera sabía lo que me esperaba por descubrir!
Como de costumbre mi compañero el artista nos llenó los oídos de autocomplacencias y como era de esperarse, dada la personalidad de nuestro joven interlocutor, las burlas y reproches no se hicieron esperar.
El joven se burlaba de la actitud del incomprendido hombre maduro a quien la crítica hería más que cualquier filosa espada. Al mismo tiempo me reprochaba como de costumbre su muerte y me culpaba de la situación actual de los tres, haciendo hincapié en el comportamiento ridículo de aquel viejo que solo vivía del recuerdo de sus inexistentes trabajos. Entonces comenzaba a entender. ¡Claro! Al escuchar todo su diálogo, la manera en que el uno atacaba y el otro se escondía, lo que yo pensaba contestar pero que no tenía que decir pues las acciones de ambos se adelantaban a mi voz… El pasado, el futuro, y yo. Era mi sola voz la que resonaba en ese momento. Después de todo por qué compartir el limbo con perfectos extraños.

**********************************************************

Esa fue la última vez que vi a mis dos camaradas. En el instante mismo en que todo se esclareció los vi desvanecerse frente a mis ojos. Pensé entonces que de un momento a otro aparecería un ángel mostrándome, lleno él de amor y armonía, el sendero que me llevaría al descanso eterno. Pero no. Nadie fue mi guía. Nunca apareció Beatriz, ni siquiera Virgilio. O Blake a quien yo hubiera escogido como guía en los avernos por ser mi favorito y por adecuarse un poco más a la época en la cual viví-morí.
Una noche que caminaba por la oscura calle de los ahuehuetes, todo se reveló. Como otras tantas veces caminaba de noche por esta calle. Había algo en el aire, algo en su olor, y temperatura que inevitablemente me llevaba por esta ruta. Cansado estaba después de tantos años de seguir observando a mi estrella brillar sin parar, acompañada ahora de un pequeño cometa quien hace su paso por el cielo más liviano y placentero. Había incluso olvidado la sensación de morir nuevamente cada vez que me acercaba a ella. Pero esa noche, después de mirar la calle vacía y la luz vacilante de la luna sobre el camino, llegó una imagen clara de todo. Recordé de pronto mi vida entera. Recordé su hermosa espalda que se arqueaba lentamente en mi lecho. Recordé mejor que nunca la tibieza de su pecho, la calidez de su aliento, el sudor de su piel. Los recuerdos antes vagos se presentaban ahora en una perfecta sucesión cronológica. El día que la conocí, el día que la besé, la lluvia, el frío, los viajes. Y todo derivó de una sola visión. El camino que siempre recorría me dejaba en su casa siempre. Pero jamás comprendí que en realidad ese no era el final del recorrido. No lo era y hasta esa noche, guiado solo por el aroma familiar de su piel seguí adelante para llegar a un pequeño paraje. Un tronco hacia las veces de banca donde sentados a la luz de la luna –la misma que esa noche me miraba impasible desde el oscuro cielo- le susurré al oído que la amaba.
Así fue pues como empecé a hilar de nuevo la historia de mi vida. Y más importante aún, a develar el misterio de mi muerte. Todo volvió a mi mente. Todos los recuerdos amargos, las discusiones, los llantos, la soledad, el miedo, la angustia. Cada vez me acercaba más al momento en que fallecí, cada vez más me daba cuenta por qué mi mente, siempre más fría que mi corazón, decidió olvidarlo todo. Recordé la fría noche de martes en que morí, frente a ella. Recordé sus armas asesinas, sus palabras: se acabó.

 

 

Aquí me tienen sentado a la barra enfrentándome al tercer o cuarto caballito de tequila. Añejo y sin refresco por supuesto. La música es terrible, las rancheras no son lo mío. Chente ya me tiene, como decimos por aquí, hasta la madre. Además el ambiente es deprimente: solo dos mesas ocupadas y yo mismo sentado solo a la barra. No hay más de diez personas bebiendo; es un lugar oscuro y un mal servicio. Una vez escuché que la arquitectura es como música congelada. Si hemos de creer en eso entonces este establecimiento es como una cumbia de Acapulco Tropical. Sí, es deprimente lo sé, pero es la mejor manera de describirlo. En verdad preferiría estar en casa y escuchar una orquesta vienesa tocar la consagración de la primavera de  Stravinsky  mientras bebo un poco de vodka y leo a Nabokov, a Dostoievski  o a Chékov aunque mi combinación no sea rigurosamente cronológica. Pero ¿cuál es la obsesión con Rusia? No sé, igual podría sentarme a leer a Baudelaire mientras escucho algo de Debussy y bebo un buen vino tinto. ¿Francia? ¿Por qué no España, o Alemania, o Italia o…?

Aquí me tienen sentado a la barra enfrentándome a mi tercer o cuarta Guinness en un pequeño pub en la calle Durham, cerca del cruce con Howard  en el corazón de Belfast. Como pretendiendo crear una atmósfera agradable para mi amigo Peter O’Brian, con quien comparto el trago, demuestro mi admiración por Wilde pero sobretodo por Joyce. Este sitio es lindo pues tocan una combinación de música celta y chillout. La cerveza ha comenzado por atenuar mi fluidez para hablar inglés, además de que encuentro cada vez más difícil codificar el pesado acento de mi interlocutor, quien por cierto no es un duende vestido de verde (en realidad viste de rojo). Sentada al final de la barra una hermosa pelirroja sonríe desde sus inquietantes ojos verdes mientras observa atenta mi comportamiento de aire latinoamericano. Su piel blanca y delicada, suave y perfumada es sencillamente una excitante visión que recordaré por mucho tiempo. Ahora la conversación con O’Brian ha dado de sí…empiezo a desear estar en casa escuchando al buen Dylan mientras leo una revista MAD como de los años setenta, viejísima, aventándome un Jack Daniel’s con hielo solamente. O mejor escucharía a Louis Armstrong mientras leo a Fitzgerald, acompañado de un whiskey (¿o whisky?) con soda… al asomarme por la ventana de este pequeño apartamento en New Jersey puedo ver claramente el skyline de Manhattan; una hermosa vista en verdad.

No es que no aprecie lo de mi tierra, pero es muy difícil conseguir música de nuestros grandes compositores (no hablo de Juan Gabriel ni de Marco Antonio Solís, lo lamento) Así que no hay de otra: Voy a leer a Arreola y voy a escuchar algo de ¿Agustín Lara? No, que hueva, en ese caso cri-cri es mucho más honesto y divertido. Pero la verdad es que no tengo nada de cri-cri entonces voy a escuchar al maestrazo Juan García Esquivel…

De pronto me doy cuenta de que estoy dejando que mi mate se enfríe por lo que me apresuro a beber mientras acaba “Mano a mano” de Gardel  y se deja de escuchar en el viejo tornamesa. El ruido de la aguja y la baja calidad del apreciado vinil no me impiden disfrutar cabalmente de su música mientras me doy cuenta palabra a palabra de que Cortazar de alguna manera se adelantó a lo que yo estaba por vivir. Pero sin duda Borges es mi favorito, aunque no me haya descrito en ninguna de sus obras.
Al volver al sofá después de subir el volumen al pasaje que incluye O’ fortunae de Carl Orff  pienso en lo difícil que me resulta ser un lobo estepario. Sí, algunos son hombre-pez, otros son hombre-tigre y yo, al igual que Harry Haller, soy un lobo estepario (¿existirá alguien que sea hombre-koala? ¿Por qué me persiguen pensamientos estúpidos como este?) Prefiero dejar la reflexión e imagino por un rato estar en el bosque que fuera escondite y refugio de Klingsor… Creo que ese sueño recurrente que tengo es causado por la descripción de ese lugar. Es raro… no recuerdo si comencé a soñarme en ese bosque boreal antes o después de leer ese libro. Pero, ¿dónde diantres dejé mi cerveza?

¿Cerveza? ¡Pero si he estado tomando tequila! Sí, tequila reposado y sin refresco por supuesto, aunque tal vez chupando de vez en vez el limón que está partido en un platito junto a un montoncito de sal. Justo aquí sentado a la barra, enfrentándome al quinto o sexto caballito y tomándolo de un golpe, porque si no me pone muy mal en poco tiempo. La música es terrible. Bah, ¿a quién engaño? He sido yo mismo quien metió una moneda de cinco pesos en la ranura de la rockola y escogí sin chistar un par de canciones del Chente: “Cambié mis canicas por copas de vino”  y “Clavé en la penca del maguey tu nombre”.  Ah, esto es vida. “De tu rancho a mi rancho, nomás los suspiros se oyen”, vocifera el tal Vicente. Simpático muchacho él.

 

 

 

El olor a perro muerto

 

Su nombre, preguntó la oficinista, Ciro Chávez Sanagustín, respondió el hombre. Firme aquí, dijo la mujer y extendió un papel.

Ciro salió de la oficina policial y encendió un cigarro. La declaración de hechos no salió muy bien, pensó mientras daba una larga aspirada al cigarrillo. Seguro sospechaban de él.

Decidió caminar por un rato antes de de volver a casa. En la esquina de Fundadores y Constitución fue que lo notó por primera vez. Un olor dulzón y amargo que se acentuaba a cada paso. Era un hedor envolvente, nauseabundo. La inconfundible putridez de la descomposición: el perfume mismo de la muerte.

Un perro muerto, pensó y esa idea ya no lo dejaría. Llevó su mano a la boca para dar una última fumada a su cigarro y se sobresaltó.  ¡Al parecer la fetidez emanaba de la punta de sus dedos! Comenzó a olfatear la mano completa y se convenció de que era ésa, su mano, la fuente del desagradable olor.

Con expresión confundida y pálido por la impresión lo encontró su cuñada Isabel quien lo sacó un momento de su confusión. Ciro se sintió estúpido al verse sorprendido olisqueándose el dorso de la mano izquierda y ofreció torpemente la derecha para saludar, a la vez que escondía la mano apestosa en el gabán. Isabel le habló un poco de su siguiente exposición, del éxito que tenían sus alebrijes entre los extranjeros y de cosas que Ciro cada vez escuchaba menos, distraído como estaba por la mano apestosa escondida en el bolsillo. Después del obligado saludo y de la breve charla, el hombre con la mano olor a perro muerto se despidió apresuradamente, esta vez sin ofrecer ninguna de sus manos.

Ciro Chávez se dirigió sin más a su casa a tomar una ducha con el sano fin de no apestar a perro muerto al encontrarse con Aranza su prometida. Estaba intrigado y su estupefacción llegó al límite al descubrir una vez dentro de su auto, que el hedor se había expandido y parecía brotar de sus entrañas mismas.

Sintió alivio al deshacerse al fin de sus ropas y meterse bajo la ducha. Tomó un baño largo y se sintió relajado. El bienestar le duró bien poco. Ya vestido y frente al espejo, se aplicó una generosa cantidad de la loción que Aranza le había regalado la navidad anterior. Aspiró lentamente para llenarse los pulmones de la fragante agua de colonia pero a su nariz solo llegó el asqueroso olor a un perro pudriéndose en vapores mortales. La fetidez era más fuerte ahora. Ciro parecía exudar podredumbre por cada poro de su piel. Enfurecido de pronto arrojó el frasco azul de su colonia contra el espejo. Entró de nuevo a la ducha. Se duchó dos, tres veces más. El olor aún lo acompañaba. Llamó a Aranza y se dijo indispuesto. Dijo que ya la vería mañana. O el día después de mañana. O el fin de semana,  ¡que más le daba! Dijo que no, que todo estaba bien… que durmiera bien, que él la llamaría después.

Se duchó una vez más antes de dormir. Aún bajo la calidez de la regadera sentía la peste invadir todo el aire en torno suyo. Tomó una escobeta y talló con furia más que solo con fuerza. Se deshizo del jabón y probó con el sarricida que encontró tras el retrete. Pasó mucho tiempo raspándose la piel utilizando cada producto de limpieza que encontró. Nada funcionó. Ni siquiera la áspera fibra de alambre que usaba para lavar las ollas de peltre. Se detuvo solo al notar que sangraba profusamente en distintos puntos de su anatomía.

Antes de meterse a la cama decidió cuidar de sus heridas. Era ya suficiente oler a perro muerto como para dejar que una infección se plantara en sus llagas y lo pudriera de verdad. Ciro abrió una botella de alcohol puro de caña. Tuvo la botella bajo su nariz un par de minutos feliz de percibir un olor distinto al de perro muerto que se le pegó de quién sabe dónde. Con suerte, el alcohol reemplazaría con su olor agradable el repugnante fato a muerte de perro. Empezó a darse una friega de alcohol y al sentirlo penetrar sus laceraciones lanzó un bramido de dolor. Sintió arder cada parte de su pecho de donde la sangre manaba y se diluía lentamente con el alcohol. Ciro Chávez Sanagustín siempre había relacionado sufrimiento con redención; quizás esta tortura le traería fin a la otra, la de apestar a cadáver de perro. ¿Sería este el castigo por matar a un perro: arrastrar eternamente su fétida esencia? O ¿es más bien la transformarse y ser uno mismo el perro pudriéndose en vida, víctima de una desconocida e invisible gangrena ejecutada por alguna cruel autoridad divina? Exhausto por la singular y por demás dantesca jornada, Ciro Chávez durmió al fin desnudo y cubierto de sangre seca.

Despertó mucho antes del amanecer estremecido por un sueño aterrorizante. Un hombre le apunta con un revolver a la salida de la licorería. Poco antes de sentir el plomo destrozar sus órganos vitales, Ciro observa el rostro de su agresor: es su propio rostro y quien recibe la bala es él también transmutado en perro que suplica piedad con la mirada, que se ahoga en ríos de sangre al tiempo que el alma se le escapa arrastrada al eterno remolino donde se retuercen y azotan sin piedad las almas de los adúlteros.

El hombre con el olor a perro muerto despierta angustiado. Sigue vivo, aunque no tan seguro de ser más afortunado que el can aquel de quien tomó la vida.

Tres tazas de café más tarde, ya con el sol alzándose sobre los volcanes, y el noticiero en la televisión anunciando las condiciones del clima, Ciro llama al despacho. Que no iría a trabajar, dijo. Que estaba muy enfermo. Que no, no sabía de qué. Y que ya les haría saber el dictamen médico, y que gracias.

Ciro Chávez Sanagustín y su peste fueron con el médico de cabecera. Ciro explicó su extrañísima situación. El medicó se ocupó más de las heridas en el cuerpo de su paciente y sobre todo de la estabilidad mental del hombre que no se podía quitar el olor a podredumbre de un perro muerto, tendido a la intemperie rodeado de moscas. El médico trató de calmar a Ciro cuya desesperación se acrecentaba al notarle impasible o quizás incapaz de manejar esta crisis. Suplicó por último Ciro que si él no podía curarle le diera por favor los datos de alguien más, de algún especialista en este tipo de casos. El médico sin pestañear le extendió a Ciro la tarjeta de Roberto Perrusquilla: Psiquiatra. Ciro hizo pedazos la tarjeta y salió echando pestes del galeno, es decir: insultándole, degradándole, que de las otras pestes no hace falta mencionar que aún le perseguían y más que eso pues de él brotaban.

Así las cosas, el hombre cuya pestilencia era el casi místico perfume que denota la presencia de la muerte, este hombre abrumado y perseguido por su crimen echó a andar desesperado por las calles. Evitó cualquier contacto con la gente con que se cruzaba. Se sentía avergonzado de despedir tan nauseabundo olor. Estaba vuelto un loco por la inmundicia que lo envolvía y un terror paralizante comenzaba lentamente a oprimirle el corazón y otras vísceras. Mareado y desorientado se abrazó el estómago y arqueado hacia el suelo vomitó. Se limpió con un pañuelo y sin poder evitarlo rompió a llorar. Pero se incorporó rápidamente al ver un policía acercándose hacia él atraído por su extraño comportamiento. Lo saben, pensó, el olor me delata. El olor del otro perro los ha guiado hasta mí, reducido al cuerpo de un perro que desaparece a merced de moscas y de gusanos y de bacterias y…el pensar esto lo hizo vomitar de nuevo, bajo un farol con la forma de un dragón. Ni rastros del policía. Echó a llorar de nuevo y pronto, jadeante comenzó a sentir la asfixia. No había aire, solo el hedor de la muerte. Era imposible respirar aunque no determinaba por qué. ¿Había reemplazado realmente ese olor a perro muerto el aire a su alrededor? Tal vez era que simplemente su olfato se negaba a seguir respirando esa esencia mortal…El punto es que Ciro se asfixiaba y de eso no había duda. Luchaba inútilmente por una bocanada de aire. Sus pulmones se contraían dolorosamente. Sus pupilas dilatadas delataban el horror de un hombre mirando a la muerte a los ojos. Y entonces, a punto de sucumbir al desmayo, Ciro tuvo una revelación. Corrió y con toda la fuerza que tenía se estrelló de frente en el mismo farol  de dragón. Lo hizo repetidas veces hasta estar seguro de haber destrozado su nariz. Y lo logró. El tabique quedó deshecho y la nariz, antes recta apuntaba estúpidamente a la derecha. A sus pies un charco de sangre se hacía cada vez más grande y grandes coágulos de sangre brotaban abundantemente de la malograda nariz. Era en realidad una crudísima escena pero, al fin, un instante antes de caer inconsciente Ciro dejó de sentir el terrible olor alrededor suyo  reemplazado por el también dulzón aunque agradable y hasta embriagador olor y sabor de su propia sangre.

Puede parecer extraño lo que paso después pero es de lo más comprensible tomando en cuenta el lugar dónde sucedió. La ciudad de Ciro, como tantas otras en estos tiempos, carecía de sensibilidad o empatía, emociones solo disparadas en la mente de sus habitantes frente a la telenovela de las nueve o el partido de la selección nacional. Incapaces fueron pues de hacer algo por el hombre aquel con el rostro deshecho tirado sobre una laguna roja y brillante. Después de todo él se lo habrá buscado, puede que hayan pensado los pocos transeúntes que le vieron ahí. El caso es que nadie le ayudó ni llamó una ambulancia. Ciro despertó con un punzante dolor que  provenía desde su maltrecha nariz y viajaba desde ahí por toda su cabeza y se hacía intolerable. Además, ahora tenía que respirar por la boca pues la nariz como habíamos dicho estaba inservible. Sin embargo el olor a perro muerto regresó tan pronto como su consciencia. Su automutilación había resultado inútil. Al ver un auto pasar Ciro recordó vagamente el olor a gasolina y pensó rociarse todo con el combustible. Quizás la gasolina fuera lo suficientemente fuerte para distraerse cuando menos de la maldición de oler a perro muerto. Ya se dirigía a buscar una gasolinera cuando recordó lo que sucedió la noche anterior con el alcohol. Pareciera que ningún solvente, combustible o cualesquiera sustancia podría sacarle del suplicio de oler así En todo caso si no funciona puedo prenderme fuego, pensó y supuso que era mejor oler a carne quemada que a carne podrida. El fuego le purificaría el cuerpo y el alma. Sin embargo, y por vez primera, tuvo la certeza de que no sería el dolor lo que lo redimiría. Salvación no habría para él que mató a un triste y traidor perro. Que lo mereciera o no ya no era importante. Esta era su penitencia. Y pensando estas cosas, u otras muy parecidas recordó de pronto su pesadilla de la noche anterior y le encontró sentido esta vez.  Llegó arrastrando su olor y lo que le quedaba de alma y fuerzas a su casa. Tomó el revolver de la mesa de noche. Caminó a la licorería que estaba a tres calles de su casa y que era la que vio en su sueño. Y que era también dónde ultimó al perro aquel que al morir  se llevó lo que le quedaba de hombre y lo convirtió en un perro que apestaba y no acababa de morirse.

Ciro Chávez Sanagustin metió el cañón de su revolver en su boca y un momento después caía muerto mientras su alma era arrastrada al circulo infernal de los asesinos para seguir siendo torturada por siempre. Unas horas más tarde, casi al amanecer y aún tirado frente a la licorería, el olor a perro muerto que inundaba a Ciro Chávez Sanagustín empezó a ser despedido por su cuerpo sin vida. Esta vez, sin embargo, perfectamente  perceptible para el resto de los hombres.

 

 

 

 

 

 

Después de la tormenta solo le quedaba morir. Al menos eso pensó. El temporal fue tan sorpresivo que, confiado como siempre fue, lo encontró dibujando nubes en el cielo azul. No tuvo tiempo mientras paseaba distraído por el sendero, de pensar qué pasaría si…

Ahora, algo resignado retomó su pesar y vistió de ermitaño de nuevo. Un día, poco después del amanecer, buscó las nubes otra vez. Y las encontró muy cerca del suelo cubriendo las faldas de la montaña humeante; se confundían con el cielo en el horizonte de manera que el volcán parecía flotar en el firmamento. Miró una vez más el viejo volcán cuyas bocanadas de humo y vapor tanto miedo y respeto le ganaban. Volvió a la vieja casona amarilla. De grandes balcones y ventanales, la luz natural se sentía en ocasiones como el cálido abrazo de la que se fue.

La que se fue se fue porque tenía que irse. Eso decía al menos su carta póstuma. Eso decía su beso postrero. El beso tierno y primero del día que ya se anunciaba trágico. La abundante luz que se ausentó de los ventanales ese día. El aroma de su piel increíble que se tornó como el aire viciado a que saben las malas noticias. Sus ojos fulminantes como el rayo. La tormenta era ella y se extendía fuera de sí, cubriendo la tierra.

Al parecer ella sabía que su momento juntos sería corto como un beso. O mejor, como un relámpago. Qué mejor metáfora: ella vino e iluminó su cielo nublado por un instante. Después: el estruendo. Luego, desapareció. La tormenta era ella.

“Un par de segundos” pensó él de pronto. Pero qué son dos segundos en el tiempo. Qué son en este lugar donde el tiempo permanece quieto. En tu cuarto donde solo tú existes- la moda pasajera me toma de la mano y la conduce por el papel.

Aunque el tiempo se detuviera en este lugar exacto donde su luz fuera más brillante que la que entraba por los ventanales del viejo caserón, él sabía que no siempre sería así. El fiero Crónos le cobraría la deuda avejentándolo de golpe. Las paredes deterioradas por la humedad se harían gruesas acrecentando su encierro. El jardín tornado selva le cubriría de pronto los balcones privándole de luz; oscureciéndole las mañanas. Y el mañana.

El mañana que siempre llegaba sin prisa y que hoy era el pasado. Y el pasado que ahora regresaba con fuerza. El pasado se hacía lo venidero.

Y al fin, después de tanto tiempo, llegó el día. Él corrió escaleras abajo a estrecharla y a buscar su luz- más brillante que aquella que entraba por los ventanales, como habíamos dicho. Se detuvo a unos pasos de ella. La miró y lo supo. Su semblante decía todo: que se iba, que escribía una nota, en la que decía que se iba porque tenía que irse. Que ya era tiempo aunque el tiempo no importara aquí. Ahora él sabía que su momento tendría que ser corto como un relámpago y que tal vez ése no era su momento; que se mordería los labios en recuerdo de los besos de licor de almendra de aquella que se le fue en un relámpago; que envejecería sólo en su casona amarilla y que su nota póstuma sería todo en su porvenir, que era más bien el pasado encerrado en un papel arrugado.

 

-¿…y tu que le dijistes?
-Pos nada, que qué le importa…
-Ay m’ija… De por sí esa vieja es bien metiche. Siempre metida en lo que no le importa. Yo por eso ni la saludo porque… ¿y el chofer?
-No sé.
-Se bajó a hablarle por teléfono a su novia.
-¡Ora!… ya ni la friegan, nomás lo dejan a uno acá esperando.
-Ya ve que así son estos… ¿no la otra vez se bajo a comprarse su coca y sus papas?
-Cuando no traen a su chalán ahí trepado, traen a su vieja.
-Sí.
-El otro día venía un chofer ahí con la amante. Ahí venía la vieja y que se baja y al poco rato se sube su mujer. Luego luego se veía que la primera era la amante porque estaba bien chamaca. Se fue todo el camino y se bajo en la 43. Y la esposa que se sube en la 57 con dos niños… muy propia la señora se sentía más dueña, no que la chamaca babosa… ¿verdá m’ijita?
-Sí…
-Escuinclas zonzas. ¡No viera yo una de mis hijas ahí trepadota por que la bajo con el cable por mensa! Y al tipo le doy sus cachetadas también. Por eso yo ya sé lo dije a ésta: el día que te vea con un pendejo de esos me las vas a pagar. ¿Sí o no m’ija?
-(…)
-A mí se me quedo mucho eso del cable por que mi papá así nos hacía. Nos portábamos mal y nos daba con el cable hasta que se cansaba. Pero solo así nos enseño a ser gente de bien. Mire, nosotros somos siete hermanos, y gracias a que mi padre nos educó así no hay ni un borracho ni un drogadicto ni nada. Pero ahora salen con que los niños tienen derechos y que no sé qué, que no se puede pegarles por que nos pueden acusar. Por eso mire usté a las chamacas afuera de las escuelas fumando. Dieciséis o diecisiete años y ya andan tomando, gastándose el dinero que no tienen… y creen que se ven muy bonitas. Les hace daño.
-Ay señora… pos yo aquí me bajo. ¡Nos vemos!
-Ándele seño…
-Oye mamá ¿a poco si se bajó a hablarle a su novia?
-Pus no sé a quien le habló, pero mientras ya nos hizo llegar tarde…